8/8/18

La aventura de Joseph



-¡Vamos, Joseph, vas a llegar tarde al colegio!
Ante la insistencia de su madre, el niño no tuvo más remedio que obedecer. Hubiese preferido quedarse con su vecino, jugando a ser soldados, pero no quería hacer enfadar a la mujer, así que cogió la mochila y, sin soltar el palo que había estado utilizando como fusil, se puso en marcha hacia la escuela.
Había recorrido tantas veces el corto camino que separaba su casa del colegio que podría hacerlo con los ojos cerrados, por lo que decidió explorar una vereda boscosa alternativa, por la que nunca se había adentrado. Los chicos de su clase solían decir que en ese bosque vivía un hombre que tenía como mascota a un lobo que atacaba a cualquiera que se atreviera a acercarse a sus dominios. Pero Joseph no tenía miedo. ¡Si el lobo se acercaba usaría su fusil de madera y lo haría retroceder con el rabo entre las patas!
Con esa idea en la cabeza, el niño enfiló el sendero, pensando cómo se morirían de envidia sus amigos cuando les contara su aventura.
 Apenas había andado unos metros cuando un ladrido enfurecido rompió el silencio del bosque.
-¡Pero qué exagerados!- gritó Joseph con una sonrisa-¡Si sólo es un perro!
No había terminado de pronunciar la frase cuando el animal apareció entre unos arbustos, mostrándole amenazadoramente los colmillos al pequeño, que no dudó en esgrimir su palo contra él.
Sin embargo, el efecto no fue el que pensaba; ya que el perro, de cuya boca manaban borbotones de espuma, se lanzó hacia él, haciendo caso omiso de su arma de madera. Joseph trató de salir corriendo, pero ya era demasiado tarde, pues el animal había conseguido morderle en la pierna, dejándole una enorme y dolorosa herida.
Se encontraba a medio camino entre su casa y el colegio, pero sabía que su madre le regañaría por haber elegido la ruta más peligrosa; así que, una vez que logró zafarse del perro, decidió correr hacia la escuela. ¡Su maestro sabría qué hacer!
Cuando llegó ya habían empezado las clases, pero ese era el menor de sus problemas. La herida le escocía y aún no había conseguido quitarse el susto del cuerpo.
En el momento que entró al aula, con la pierna sangrando, el maestro se encontraba sentado en su mesa, mientras que su compañero Gerard recitaba dubitativo la tabla del nueve. Sin embargo, al ver a Joseph corrió hacia él, dejando al otro niño con el “nueve por ocho” en el aire.
-¡Joseph!, ¿qué te ha pasado?-le preguntó mientras se sacaba un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y lo colocaba sobre la herida.
-Ha sido en la puerta de la escuela-mintió el niño-. Un perro enorme, que escupía espuma, me ha mordido cuando he pasado junto a él.
Al escuchar su escueta descripción sobre el aspecto del animal, el maestro palideció.
-¿Has dicho espuma?- le preguntó.
El niño no había terminado de asentir cuando el profesor corrió a coger su maletín y su sombrero.
-¡Chicos! Hoy daréis clase con los pequeños, tengo que salir un momento. ¡Vamos, Joseph, tenemos que ir a tu casa!
Por el camino hacia su casa el maestro no dijo ni una palabra, a pesar de las súplicas del niño para que no le dijera a la madre lo que había ocurrido.
Cuando llegaron, la mujer se encontraba barriendo la puerta, pero lanzó la escoba al suelo cuando vio el estado en el que se encontraba su hijo.
-Ha sido un perro rabioso- le dijo el maestro con voz de preocupación.
La mujer rompió a llorar, sin que el niño entendiera nada de lo que estaba pasando.
-¿Y qué voy a hacer ahora?-preguntó entre sollozos.
-Dicen que en París hay un químico que tiene una especie de medicina que evita que aparezca la enfermedad- comentó receloso el profesor-. Al parecer la ha probado con perros y ha funcionado… Pero podría ser peligroso.
-¿Más peligroso que dejar que enferme?-espetó tajante ella.
Pocos días después, Joseph y su madre habían recorrido los 450 kilómetros que separaban su Maisongoutte natal de París, en busca de la ayuda de aquel químico, un tal Louis Pasteur.
Para entonces el niño ya intuía que algo no iba bien y deseaba que ese científico en el que su madre había depositado todas sus esperanzas pudiera curarle.
Se trataba de un hombre mayor, de unos 60 años, con pelo y barba canosos y aspecto serio. Cuando su madre le explicó lo que le ocurría se quedó pensativo un largo rato. Al fin y al cabo, él no era médico y, si bien tenía muchas esperanzas depositadas en sus experimentos, aún no había podido probarlos con humanos.
Sin embargo, el chico estaba condenado igualmente y la desesperación de la madre era tal que decidió consultarlo con dos amigos médicos, que inmediatamente le dieron su apoyo. Diez días de inyecciones después, el pequeño estaba totalmente recuperado del ataque del perro y no mostraba ningún síntoma de enfermedad.


En 1885, Joseph Meister, de nueve años, se convirtió en la primera persona de la historia en ser vacunada frente a la rabia, un virus altamente mortal que hasta entonces mataba a miles de personas en todo el mundo.
Hoy en día tanto esta como otras muchas enfermedades están prácticamente erradicadas en los países desarrollados, gracias a otros científicos que, como Pasteur, dedicaron sus investigaciones a salvar al ser humano de las garras de virus y bacterias.
No todos los héroes llevan capa, algunos llevan bata. Pero lo mejor es que estos tienen el poder de, con un solo pinchacito, convertirnos a nosotros también en súper héroes, con todas las armas para luchar contra las enfermedades. ¡Esa sí que es una verdadera aventura!

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