10/11/18

Una luz en la oscuridad


Anoche estrenamos nuevo horario en Ciencia en Bares con la charla de David Galadí, que nos habló de divulgación científica, astronomía y contaminación lumínica. Ahí es ná. Justo ayer también supe que podía disponer libremente del un relato-artículo sobre contaminación lumínica que presenté a un concurso, por no haber ganado ninguno de los premios. ¿Sería casualidad que las dos cosas pasaran el mismo día? Pues por supuesto que sí, pero no por eso deja de ser un momento perfecto para publicarlo aquí, para que mi pequeño grupito de seguidores lo lea.

No es la primera vez que escribo sobre el tema en este blog. Es posible que penséis que soy una pesada; pero, en serio, no sé por qué no vamos todos a lo loco mirando farolas por la calle para ver si están bien puestas. Es un tema serio y no le hacemos el caso que merece. Por eso soy tan pesada. De cualquier modo, en este caso no se trata de un artículo típico, pues empieza con un relatito que he escrito sobre un hecho real, aunque aderezado con bastante ficción. Sin más, aquí os lo dejo. Espero que os guste.

Una luz en la oscuridad

Desgraciadamente, no había sido un sueño. Durante veinte largos segundos, un sonido atronador que Lucy jamás podría olvidar había invadido la quietud de la noche dejando paso a un terrible temblor que convirtió su recién estrenado piso en un amasijo de muebles volcados y cristales rotos. Pero entre aquellas cuatro paredes sólo había algo irreparable y, afortunadamente, lloraba llena de vida mientras alzaba las manitas desde su cuna, al otro lado de la habitación. Si Lucy hubiese creído en los milagros, pensaría que se había tratado de uno, pues el dormitorio en el que descansaban ella y la pequeña Eleanor había sido la estancia menos afectada de la casa. Corrió a cogerla y, después de comprobar que no tenía ni un rasguño, salió en busca de un acceso al exterior. Si había una réplica del terremoto, prefería estar fuera de casa.

No había luz en todo el edificio y, de todos modos, no se le habría ocurrido tratar de bajar en ascensor; por lo que, después de embozar a su hija en una manta de lana, corrió a las escaleras. Sólo dos pisos las separaban de la calle, donde decenas de vecinos se reunían comentando el reciente desastre, algunos ilesos y otros esperando la llegada de las ambulancias, cuyas sirenas ya se escuchaban a lo lejos. Afortunadamente, ninguno parecía estar grave. En busca de una cara amiga, se dirigió hacia sus vecinos Jude y Penny, que se encontraban a unos pocos pasos, mirando al cielo con una mezcla de miedo y admiración. Al seguir la mirada del matrimonio, Lucy se encontró con una estampa increíble, diferente a cualquier cosa que hubiese visto jamás: el cielo parecía haberse abierto a través de una enorme franja plateada que brillaba majestuosa sobre sus cabezas.

-Por lo visto ha aparecido después del terremoto- le dijo Jude, al ver que también había atraído su atención-. Aunque también podría ser la culpable del temblor. Julia ha entrado a su casa para llamar a emergencias.

Apenas había terminado de pronunciar la frase cuando Julia, una joven británica que se había mudado al edificio poco después que Lucy, corrió hasta ellos.

-¡No os lo vais a creer!-exclamó sin poder ocultar su sorpresa-. ¡Es la Vía Láctea!

-¿La vía Láctea?-preguntó Lucy dubitativa- ¿Entonces ya estaba antes ahí?

-Eso dicen-contestó Julia-. Al parecer las luces de Los Ángeles la mantenían oculta, pero el apagón ha propiciado que podamos verla.

En ese momento Eleanor rompió a llorar y Lucy tuvo que separarse del grupo para calmarla. Mientras acunaba a la pequeña y la mecía entre sus brazos, volvió a alzar la vista al cielo. Estaba viviendo la noche más horrible de toda su vida, pero también había podido ver con sus propios ojos todo un espectáculo de la naturaleza que quizás no hubiese podido admirar jamás de otra manera. La niña se había vuelto a quedar dormida, pero ahora era ella la que lloraba, no sabía si de miedo o de emoción. Quizás por las dos cosas.

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Aunque la historia de Lucy no es real, el suceso que se describe tuvo lugar la madrugada del 17 de enero de 1994, después de que un terremoto de 6’7 grados en la Escala Richter azotara el área norte del Valle de San Fernando, en la ciudad de los Ángeles. Después del seísmo, varios vecinos llamaron a emergencias, preocupados por la franja plateada que había aparecido en el cielo después del temblor. Como en la historia, no se trataba de ninguna consecuencia del terremoto, sino simplemente de la Vía Láctea, que de repente podía verse gracias al apagón que había dejado a oscuras la ciudad.
Esta es una anécdota que se ha ido exagerando con los años, pero que sirve para describir a la perfección el problema que puede llegar a suponer la contaminación lumínica de las ciudades si no se hace nada por ponerle freno.

Según la página de la Asociación contra la Contaminación Lumínica Cel Fosc, se define como contaminación lumínica la emisión de flujo luminoso de fuentes artificiales nocturnas en intensidades, direcciones, horarios y rangos espectrales innecesarios. Está claro que hoy en día la iluminación artificial es algo indispensable, pero no todo vale. Farolas que apuntan al cielo, monumentos iluminados durante horas en las que nadie los visita, luces con intensidades demasiado elevadas… Todos estos errores de iluminación pueden dar lugar a consecuencias muy graves, tanto para los seres humanos como para el resto de seres vivos que habitan entre nosotros.

Impacto sobre los seres vivos

No hay nada más atractivo que una bombilla para una polilla. Igualmente, otros insectos, como los mosquitos, también se ven atraídos por las fuentes de luz, tanto las artificiales como las naturales. En realidad sus sensores luminosos les indican dónde se encuentran la luz de la Luna y las estrellas, pero no les permiten diferenciar estos astros de una simple farola, por lo que a menudo se pueden ver grandes masas de insectos volando alrededor de ellas. Esto puede ser fatal, pues en el mejor de los casos acaban cayendo al suelo exhaustos y, en el peor, achicharrados por las altas temperaturas de las luminarias. Pero eso no es todo, ya que estas concentraciones inusuales de insectos conllevan que no se encuentren donde deberían estar en condiciones normales, de modo que sus depredadores naturales no pueden tener acceso a ellos.

Las aves también son otras de las grandes afectadas por la contaminación lumínica, ya que las luces artificiales pueden deslumbrarlas cuando migran por la noche, llevándolas a morir por el impacto con edificios o torretas.

Otra de las especies animales más afectadas somos los propios seres humanos, ya que ser los culpables de la instalación de las luces artificiales no nos convierte en inmunes a sus efectos. Y es que nuestro organismo está diseñado para que durmamos en periodos de oscuridad y nos mantengamos despiertos y alerta en presencia de luz. Estas fases se conocen como ritmos circadianos y están reguladas por la secreción de melatonina, una hormona cuyos niveles se mantienen bajos en presencia de luz, pero aumentan notablemente en periodos de oscuridad.

El problema es que no hay una forma de diferenciar la luz artificial de la natural, por lo que la presencia excesiva de iluminación puede generar una disminución de la hormona, alterando el sueño y dando lugar a síntomas como insomnio, cansancio o irritabilidad. Se ha comprobado que estos efectos son todavía más notables a longitudes de onda concretas. De hecho, es la luz más azulada la que inhibe mayormente la secreción de melatonina, por lo que se recomienda utilizarla durante el día, pero evitarla por la noche.

Cuando la luz apaga el cielo
Tras el terremoto de 1994, los vecinos afectados por el terremoto no podían entender de dónde había salido aquella enorme franja plateada.

Hoy sabemos que las luces artificiales ocultan completamente el brillo de los astros más débiles, impidiendo a los astrónomos su observación. El ojo humano está diseñado para detectar contrastes; por lo que, del mismo modo que no podemos ver las estrellas de día, aunque en realidad estén ahí, tampoco se pueden ver en un cielo nocturno excesivamente iluminado. Esto es un gran problema para los astrónomos, cuyo trabajo se basa en observar el cielo, pero también para los propios ciudadanos que, sin darnos cuenta, estamos apagando uno de los tesoros más bonitos de los que disponemos.

Muchos de nuestros momentos más felices han estado coronados por una noche estrellada. Citas románticas, baños nocturnos en la playa, excursiones mágicas bajo la Luna… ¿Acaso querríamos privar a los hijos de nuestros hijos de vivir situaciones como esas? Lucy no lo deseaba para su hija. Y está claro que nosotros tampoco.

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