Anoche estrenamos nuevo horario en Ciencia en Bares con la charla de David Galadí, que nos habló de divulgación científica, astronomía y contaminación lumínica. Ahí es ná. Justo ayer también supe que podía disponer libremente del un relato-artículo sobre contaminación lumínica que presenté a un concurso, por no haber ganado ninguno de los premios. ¿Sería casualidad que las dos cosas pasaran el mismo día? Pues por supuesto que sí, pero no por eso deja de ser un momento perfecto para publicarlo aquí, para que mi pequeño grupito de seguidores lo lea.
No es la primera vez que escribo sobre el tema en este blog. Es posible que penséis que soy una pesada; pero, en serio, no sé por qué no vamos todos a lo loco mirando farolas por la calle para ver si están bien puestas. Es un tema serio y no le hacemos el caso que merece. Por eso soy tan pesada. De cualquier modo, en este caso no se trata de un artículo típico, pues empieza con un relatito que he escrito sobre un hecho real, aunque aderezado con bastante ficción. Sin más, aquí os lo dejo. Espero que os guste.
Una luz en la oscuridad
Desgraciadamente, no había sido
un sueño. Durante veinte largos segundos, un sonido atronador que Lucy jamás
podría olvidar había invadido la quietud de la noche dejando paso a un terrible
temblor que convirtió su recién estrenado piso en un amasijo de muebles
volcados y cristales rotos. Pero entre aquellas cuatro paredes
sólo había algo irreparable y, afortunadamente, lloraba llena de vida mientras
alzaba las manitas desde su cuna, al otro lado de la habitación. Si Lucy hubiese creído en los
milagros, pensaría que se había tratado de uno, pues el dormitorio en el que
descansaban ella y la pequeña Eleanor había sido la estancia menos afectada de
la casa. Corrió a cogerla y, después de comprobar que no tenía ni un rasguño,
salió en busca de un acceso al exterior. Si había una réplica del terremoto, prefería
estar fuera de casa.
No había luz en todo el edificio
y, de todos modos, no se le habría ocurrido tratar de bajar en ascensor; por lo
que, después de embozar a su hija en una manta de lana, corrió a las escaleras.
Sólo dos pisos las separaban de la calle, donde decenas de vecinos se reunían
comentando el reciente desastre, algunos ilesos y otros esperando la llegada de
las ambulancias, cuyas sirenas ya se escuchaban a lo lejos. Afortunadamente,
ninguno parecía estar grave. En busca de una cara amiga, se
dirigió hacia sus vecinos Jude y Penny, que se encontraban a unos pocos pasos,
mirando al cielo con una mezcla de miedo y admiración. Al seguir la mirada del
matrimonio, Lucy se encontró con una estampa increíble, diferente a cualquier
cosa que hubiese visto jamás: el cielo parecía haberse abierto a través de una
enorme franja plateada que brillaba majestuosa sobre sus cabezas.
-Por lo visto ha aparecido
después del terremoto- le dijo Jude, al ver que también había atraído su
atención-. Aunque también podría ser la culpable del temblor. Julia ha entrado
a su casa para llamar a emergencias.
Apenas había terminado de
pronunciar la frase cuando Julia, una joven británica que se había mudado al
edificio poco después que Lucy, corrió hasta ellos.
-¡No os lo vais a creer!-exclamó
sin poder ocultar su sorpresa-. ¡Es la Vía Láctea!
-¿La vía Láctea?-preguntó Lucy
dubitativa- ¿Entonces ya estaba antes ahí?
-Eso dicen-contestó Julia-. Al
parecer las luces de Los Ángeles la mantenían oculta, pero el apagón ha
propiciado que podamos verla.
En ese
momento Eleanor rompió a llorar y Lucy tuvo que separarse del grupo para
calmarla. Mientras acunaba a la pequeña y la mecía entre sus brazos, volvió a
alzar la vista al cielo. Estaba viviendo la noche más horrible de toda su vida,
pero también había podido ver con sus propios ojos todo un espectáculo de la
naturaleza que quizás no hubiese podido admirar jamás de otra manera. La niña
se había vuelto a quedar dormida, pero ahora era ella la que lloraba, no sabía
si de miedo o de emoción. Quizás por las dos cosas.
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Aunque la historia de Lucy no es
real, el suceso que se describe tuvo lugar la madrugada del 17 de enero de
1994, después de que un terremoto de 6’7 grados en la Escala Richter azotara el
área norte del Valle de San Fernando, en la ciudad de los Ángeles. Después del
seísmo, varios vecinos llamaron a emergencias, preocupados por la franja
plateada que había aparecido en el cielo después del temblor. Como en la
historia, no se trataba de ninguna consecuencia del terremoto, sino simplemente
de la Vía Láctea, que de repente podía verse gracias al apagón que había dejado
a oscuras la ciudad.
Esta es una anécdota que se ha
ido exagerando con los años, pero que sirve para describir a la perfección el
problema que puede llegar a suponer la contaminación lumínica de las ciudades
si no se hace nada por ponerle freno.
Según la página de la Asociación
contra la Contaminación Lumínica Cel Fosc,
se define como contaminación lumínica la emisión de flujo luminoso de fuentes
artificiales nocturnas en intensidades, direcciones, horarios y rangos
espectrales innecesarios. Está claro que hoy en día la
iluminación artificial es algo indispensable, pero no todo vale. Farolas que
apuntan al cielo, monumentos iluminados durante horas en las que nadie los
visita, luces con intensidades demasiado elevadas… Todos estos errores de
iluminación pueden dar lugar a consecuencias muy graves, tanto para los seres
humanos como para el resto de seres vivos que habitan entre nosotros.
Impacto sobre los seres vivos
No hay nada más atractivo que una
bombilla para una polilla. Igualmente, otros insectos, como los mosquitos,
también se ven atraídos por las fuentes de luz, tanto las artificiales como las
naturales. En realidad sus sensores luminosos les indican dónde se encuentran
la luz de la Luna y las estrellas, pero no les permiten diferenciar estos
astros de una simple farola, por lo que a menudo se pueden ver grandes masas de
insectos volando alrededor de ellas. Esto puede ser fatal, pues en el
mejor de los casos acaban cayendo al suelo exhaustos y, en el peor,
achicharrados por las altas temperaturas de las luminarias. Pero eso no es todo, ya que estas
concentraciones inusuales de insectos conllevan que no se encuentren donde
deberían estar en condiciones normales, de modo que sus depredadores naturales
no pueden tener acceso a ellos.
Las aves también son otras de las
grandes afectadas por la contaminación lumínica, ya que las luces artificiales
pueden deslumbrarlas cuando migran por la noche, llevándolas a morir por el
impacto con edificios o torretas.
Otra de las especies animales más
afectadas somos los propios seres humanos, ya que ser los culpables de la
instalación de las luces artificiales no nos convierte en inmunes a sus
efectos. Y es que nuestro organismo está
diseñado para que durmamos en periodos de oscuridad y nos mantengamos
despiertos y alerta en presencia de luz. Estas fases se conocen como ritmos
circadianos y están reguladas por la secreción de melatonina, una hormona cuyos
niveles se mantienen bajos en presencia de luz, pero aumentan notablemente en
periodos de oscuridad.
El problema es que no hay una
forma de diferenciar la luz artificial de la natural, por lo que la presencia
excesiva de iluminación puede generar una disminución de la hormona, alterando
el sueño y dando lugar a síntomas como insomnio, cansancio o irritabilidad. Se ha comprobado que estos
efectos son todavía más notables a longitudes de onda concretas. De hecho, es
la luz más azulada la que inhibe mayormente la secreción de melatonina, por lo
que se recomienda utilizarla durante el día, pero evitarla por la noche.
Cuando la luz apaga el cielo
Tras el terremoto de 1994, los
vecinos afectados por el terremoto no podían entender de dónde había salido
aquella enorme franja plateada.
Hoy sabemos que las luces
artificiales ocultan completamente el brillo de los astros más débiles,
impidiendo a los astrónomos su observación. El ojo humano está diseñado para
detectar contrastes; por lo que, del mismo modo que no podemos ver las
estrellas de día, aunque en realidad estén ahí, tampoco se pueden ver en un
cielo nocturno excesivamente iluminado. Esto es un gran problema para los
astrónomos, cuyo trabajo se basa en observar el cielo, pero también para los
propios ciudadanos que, sin darnos cuenta, estamos apagando uno de los tesoros
más bonitos de los que disponemos.
Muchos de nuestros momentos más
felices han estado coronados por una noche estrellada. Citas románticas, baños
nocturnos en la playa, excursiones mágicas bajo la Luna… ¿Acaso querríamos
privar a los hijos de nuestros hijos de vivir situaciones como esas? Lucy no lo
deseaba para su hija. Y está claro que nosotros tampoco.
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