Aunque llevo casi tres meses sin publicar en el blog, ideas
no me faltan, lo que escasean son las horas en el día. Tengo un par de libros
que reseñar, algunas ideas sobre curiosidades científicas y otro tema de
ciencia-personal. Y digo otro porque el tema de hoy no es meramente científico.
Podría decirse que sí, que tiene su parte de psicología, pero en realidad no es
en eso en lo que me voy a centrar. Hoy voy a hablar de bullying. De mi caso
personal. Al fin y al cabo, este es mi rinconcito y si no lo cuento aquí,
¿dónde lo voy a contar?
Decidí escribir sobre este tema hace meses, pero sobre todo
me decanté por ello cuando mi compañera Desirée escribió en Hipertextual un
artículo sobre las consecuencias del bullying en las personas adultas. Y es que
a veces no pensamos en eso. Muchas personas piensan que se trata de algo
pasajero, una mala época. Como mucho puede que los casos más drásticos, con
violencia física o vejaciones muy bestias sí que dejen huella, pero no los
demás. Sin embargo, no hay nada más lejos de la realidad. No creo que mi caso
fuese de los peores, ni muchísimo menos. De hecho, quiero dejar claro que este
artículo no va con la intención de dar pena, sino de crear conciencia, para que
los más jóvenes dejen de reírle las gracias al abusón de
turno y también para que los padres presten atención a cómo se comportan sus hijos
con el resto de niños. También me gustaría que quienes acosaron a otros en
algún momento de su vida hagan un poco de autocrítica y piensen si realmente
ese comportamiento les hizo mejores o trajo algo bueno a sus vidas. Por todo
eso os voy a contar mi historia. Porque ni siquiera los casos menos fuertes
pasan en balde. Incluso esos se quedan muy dentro de quienes lo padecen,
cambiando su vida, y normalmente no para mejor. Una gran bloguera a la que
deberías seguir, Noelia, decía hace poco en una entrada sobre el mismo tema que
no piensa dar las gracias a quienes la trataron mal por convertirla en quién es
hoy en día. Y estoy totalmente de acuerdo con ella. Quizás te hace más fuerte,
menos confiado, pero no es ni mucho menos algo que haya que agradecer, sino todo
lo contrario.
Empecemos por el principio
Yo de pequeña era un niña bastante risueña, con mucho
desparpajo y cero vergüenza. Mis padres siempre recuerdan entre risas una boda
en la que fui de niña en niña preguntando: “¿Quieres ser mi amiga?” Hasta que di con una que dijo que sí, nos
agarramos de la mano y a jugar como si nos conociéramos de toda la vida. Así de
fácil es ser persona cuando todavía no se ha corrompido la inocencia innata con
la que venimos al mundo.
He aquí la niña risueña, con sonrisa de Beetlejuice |
Mi madre trabajaba en casa, por lo que no fui a la guardería
y mi primer contacto con el ambiente escolar fue a los 4 años, cuando empecé primero
de preescolar. Al parecer el primer día fui la única niña que no lloró. Tampoco
en los días sucesivos. Sin embargo, a medida que se acercaba la Navidad empecé
a llorar y patalear cada mañana, gritando que no quería ir a clase. Es posible
que tuviese algún problema en el colegio, pero lo cierto es que nunca dije nada
y yo tampoco lo recuerdo, así que pasaremos a primaria sin más detalle que los
típicos niños levantadores de faldas. Poco que destacar.
Ya en primaria sí que empecé a tener problemas con algunos
niños. Se metían conmigo a diario y también me llevé algún que otro palo. La situación
llegó a tal punto que mi padre intentó enseñarme algo de defensa personal. A
MÍ. A mí, que me tropiezo con mis propios pies simplemente andando.
Lógicamente, el pobre no consiguió nada. Pero al final no hicieron falta
llaves, pues recuerdo que un día uno de esos niños estaba dando por saco y de
repente lo cogí de la camisa y lo lancé contra un armario. Maravillas de que
las niñas crezcamos antes que los niños. Él era chiquitiiito chiquitito. Y yo
era bastante más grande, así que la niña que se tropezaba (y se tropieza) con
sus propios pies superó su primer encontronazo con el bullying.
Los primeros años de primaria transcurrieron bien, con algún
que otro momento de sentirme bicho raro, pero nada especialmente malo. Hasta
que en los últimos años de primaria la cosa se empezó a complicar de nuevo. Un
par de niñas se dedicaban a poner en mi contra al resto de personas de la
clase, hasta el punto de que acababa pasando los recreos sola, sentada en las
escaleras del porche. Hasta que me hice coleguita de un grupo de niñas
pequeñas, de primero de primaria. Mejor eso que comerme sola mi sándwich de
paté. Las cosas en clase seguían siendo incómodas. Acabé teniendo un par de
amigas, pero el resto no me ponían las cosas fáciles. Eso sí, me hice amiga del
niño más chungo de la clase. Un chico de estos que de primeras asustan, pero en
el fondo son un cachito de pan. Yo me iba con él en los recreos y a ver quién
era el listo que se metía conmigo. Así que primaria no fue para tanto. Pasemos
a secundaria.
Nos vamos al instituto
Y llegó la ESO. Ya era toda una adolescente. Con mi primera
regla, mis hormonas enloquecidas, el niño que me gustaba y al que no me hubiese
declarado en mil vidas y la poda sináptica en todo su apogeo. Por introducir un
conceptito científico y no perder la esencia del blog, la poda sináptica es un
proceso por el que se eliminan conexiones neuronales innecesarias. Durante la
infancia se van creando un montón de conexiones, algunas que usaremos y otras
que no nos harán tanta falta, por lo que poco a poco, y especialmente en la
adolescencia, comienza este proceso que optimiza mucho más los recursos del
cerebro, al eliminar las menos útiles y reforzar las más necesarias, de modo
que podamos centrarnos en tareas más complejas. Es una etapa de cambios en
muchísimos sentidos y todo lo que nos ocurre nos afecta bastante más de lo que
nos habría afectado en otros momentos de nuestra vida.
En esta etapa conocí amigos que todavía conservo y otros
muchos que he perdido con el tiempo, pero lo cierto es que los primeros años no
estuvieron del todo mal. ¿Y sabéis por qué? Porque por cosas de la vida solía
caer en la clase de “los problemáticos”. ¡Problemáticos! Qué gran palabra. Y
qué ambigua. ¿Problemáticos para quién? La mayoría eran repetidores, niños
procedentes de familias desestructuradas o simplemente chicos y chicas que
estaban deseando cumplir los 16 años para dejar de estudiar; porque, directamente,
no era el sueño de su vida. Me encontré con alguno que se metía conmigo, pero
en general estaba bastante cómoda. Hasta que un día una profesora del instituto
que conocía a mi madre le dijo: “No entiendo por qué han metido a tu hija en esas
clases, nos encargaremos de que el año que viene esté con niños más estudiosos”
¿Por qué? ¿Por qué? Con lo bien que estaba yo con mis compañeros “problemáticos”.
Pues, efectivamente, en 4º de la ESO me empezaron a meter
con niños estudiosos, trabajadores y… acosadores. No todos, ojo, pero sí muchos
de ellos.
Seamos justos. Yo a mis 15 años era bastante poco agraciada,
con gafas, aparato y más gusto por la música clásica que por el botellón. Carne
de bullying, vamos. Y encima me dio por escribir en la revista del instituto.
¡Y tocaba el piano! ¿Pero es que estamos locos? ¿Cómo se me ocurre?
Pues eso, que en unos años, desde la primaria hasta
bachillerato, tuve como 10 motes diferentes, bastante poco amistosos. Los
cuchicheos-algunos muy lejos de ser susurros-cuando iba por el patio se
convirtieron en mi día a día y empecé a recibir algunas llamadas telefónicas
molestas en mi casa. Eso sí, era la que más cartas de San Valentín recibía cada
año. Solían ser de dos tipos, bien con insultos directos, bien fingiendo ser
admiradores secretos, para crearme ilusiones a lo tonto. Que tampoco lo
consiguieron, porque sabía que el chaval que me gustaba no me escribiría una
carta en la vida, así que no coló nunca (más que nada porque yo no le gustaba,
pero era buena gente y no se habría prestado a esas cosas). Sí que le cogí un
asco considerable a San Valentín. Se encargaron de que le perdiera ese asco
primero un buen amigo y luego el que ahora es mi novio (gracias Miguel, gracias
Alex). Pero costó un poco.
Pero vuelvo a que mi caso no fue de los peores. Yo he visto
a personas desarrollar trastornos de la conducta alimentaria por culpa del
acoso. He visto como a una niña le pedía salir el chico popular que le gustaba
simplemente porque había hecho una apuesta con sus colegas, para echarse unas
risas y darse golpecitos UNGA UNGA en el pecho. En mi caso la cosa no fue tan
fuerte. Se metían con mi físico, se reían de mis aficiones y se preocupaban
enormemente por mi vida sexual. En serio, creo que no dormían porque estaba ya
para cumplir los 18… ¡y era virgen! ¡Qué osadía! Una niña me llegó a decir que
estaba desperdiciando mi juventud. Porque es bien sabido que la juventud dura
hasta los 20 y si no has follado para entonces ya no te has desarrollado bien
como persona. ¿Pues sabéis qué? Que la semana que viene cumplo 30 años… ¡y
disfruto de mi juventud todavía! Y no porque ya no sea virgen, sino por varios millones
de cosas más.
No tenía fotos de bachillerato, pero sí esta de primero de carrera, cuando tampoco había pasado mucho tiempo |
Y nada, seguí desperdiciando mi juventud, hice la
selectividad y me fui a Sevilla a estudiar biotecnología. ¡Menudo cambio! Por
aquel entonces mi carrera era la que tenía la nota de corte más alta de Andalucía,
así que muchos de los allí presentes habían sido como yo, gente estudiosa, con
aficiones “raras”, que se encontraron con personas que pagaban su propia
frustración metiéndose con ellos. Al conocerlos me di cuenta de que ser raro es
lo más. A día de hoy, cuando doy charlas en colegios, me gusta decirlo. ¡Ser
raro mola! Y el que diga lo contrario está desperdiciando su juventud.
Así fue como conocí a los que en la actualidad considero mis
mejores amigos: Ángela, Amalia, Valen, Fernando, Mario… Todos siguen siendo muy
especiales para mí a día de hoy y aunque no suela decírselo a ninguno, gracias
a ellos se fue curando un poco todo lo anterior.
Las consecuencias sobre la vida adulta
Ya contado todo, queda la parte más importante de esta
historia. ¿Por qué narices os la estoy contando? Porque, como decía al
principio, todo pasa, pero deja marcas. Sigo siendo tan risueña como al
principio y tengo una vida con bastantes intermitencias de felicidad (la
felicidad absoluta no existe, en mi opinión, pero eso lo dejamos para otro
momento). Pero hay algo que ha cambiado bastante en mí. Soy extremadamente
insegura. A menudo sufro ansiedad cuando tengo que hablar en público, cuando
conozco a una persona paso las primeras horas pensando que le estoy cayendo
fatal y tengo un temor bastante grande a hacer el ridículo. Además, le tengo
pavor a las discusiones, me ponen nerviosa y pienso todo el rato que me estoy
quedando en evidencia. Todo esto me ha impedido en el pasado (y también en el
presente) hacer viajes que me apetecían, solicitar ofertas de trabajo que me
gustaban o hacer algo tan simple como apuntarme a clases de baile.
No me he quedado muy tocada, claro que no, pero mis
inseguridades son una mierda y puedo decir que buena parte de ellas se las debo
a todas esas personas que me he cruzado en mi vida, que posiblemente eran tan
inseguras como yo ahora y decidieron que no estaría mal compartir un poco esa
inseguridad con los demás. Pensaban que eso les hacía más grandes. Pero en
realidad les hace ridículamente pequeños. Como conté hace poco en Twitter, a
día de hoy sé de una de aquellas personas, que ha reconocido sentirse mal por
cómo me trataba, alegando que se metían conmigo porque era inteligente.
Pisotear al inteligente, llegaremos lejísimos como sociedad de esa forma.
Yo tuve suerte. Tuve una familia que le dio importancia a
mis problemas y se implicó en ellos, profesores que hicieron todo lo que
pudieron por apoyarme y amigos que me hicieron sentir menos sola. También tuve
la suerte de que mi inocencia me hizo confiar a pies juntillas en el karma.
Cuando me puteaban me decía a mí misma: “Pasa de ellos, en el futuro tú tendrás
una vida de la leche y ellos estarán frustrados con la suya”. Ahora muchos de
ellos viven a todo tren, con trabajos maravillosos y casas excelentes. A mí me
encanta mi vida. Adoro mi trabajo, me encanta mi piso de alquiler y estoy
rodeada de personas estupendas. Pero, karma, ya podías haber trabajado un
poco.
He tratado de contar todo esto con humor, pero dejando claro
que no hay casos pequeños de acoso. El acoso debe ser inaceptable, sea cuál sea
su intensidad o la razón por la que se dé. No importa si el niño es
aparentemente pedante o crees que está ideológicamente equivocado. Hace tiempo
una de las niñas que se metían conmigo en el instituto me pidió disculpas y me
dijo que, cito textualmente, “creía que era facha”. Primero, a ver dónde tengo
yo las pintas o la forma de actuar de un facha y, segundo, así sea el niño de
las nuevas generaciones de VOX. Si acosas a alguien porque crees que tiene una
ideología conservadora o que atenta contra los derechos sociales, estás
actuando como esas personas a las que tanto criticas. No hay excusas. No vale
con decir: “Yo solo me reí”. Las risas hacen MUCHO daño. Los cuchicheos también.
No vale con asegurar que solo fue una vez. No hay un número de insultos mínimos
para que se considere acoso. Si lo hiciste y tienes algo de conciencia, puedes
levantar el teléfono o escribir un correo pidiendo perdón. Si has observado el
más mínimo comportamiento de acosador en tus hijos, asegúrate de que comprendan
las consecuencias de lo que hacen. Nunca culpes al acosado, porque el bullying
no lo reciben los niños débiles. Lo suelen recibir los niños que suponen una
amenaza para el ego del que los maltrata. Tenemos muy equivocado el concepto de debilidad. Si eres tú el que lo recibe, no te
culpes a ti mismo, no te lo calles. Háblalo con tu entorno y recuerda siempre
que el karma no te ayudará a que tengan un trabajo peor que el tuyo o a que tu
coche sea más caro. Pero con el tiempo entenderás que tú eres abismalmente
mejor que ellos. Y eso, en cierto modo, también es una forma de justicia.
Me ha encantado esta entrada (dentro de lo mal que me sienta leer que hayas pasado por según qué situaciones). Tienes toda la razón: no es hacia el niño "débil" (ODIO que en campañas baratas usen este término), sino los que amenazan al ego. Realmente, como dices, cualquier tipo de acoso acaba haciendo mella en el futuro. Me da tremenda ansiedad llorar en público y raramente lo hago (creándome un nudo en la garganta muy incómodo) porque se reían al hacerme llorar tras los ataques y los insultos; pero de una forma menos directa todo lo que he vivido me ha convertido en una adulta que odia interactuar con desconocidos y ODIA hablar por teléfono, por ejemplo. Y eso es lo peor del bullying: las secuelas. Cuesta mucho trabajo reeducar a tu mente y superar los miedos, traumas, complejos e inseguridades. En cierto modo dudo que puedas rehabilitarte al 100%, pero me esfuerzo cada día (¡cada puñetero día!) en ir arreglando el estropicio. Lo peor es que muchos de esos niños acosadores se han convertido en adultos acosadores, en futuros "cuñados", en los familiares que te ridiculizan en público, en compañeros de trabajo trepas y con ganas de sangre... El acoso es una mierda y ni creciendo te libras de él, pero ojalá cada vez esté más regulado para que de jóvenes no tengamos que pasar por ello (porque no, como dije, no es algo que te hace más fuerte ni te "prepara" ni puñetas, es inadmisible y punto). Y para terminar: qué bien que Alex te trate como te mereces. Y espero que así sea siempre, porque sino le corto a tiras. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarMuchas gracias, Noelia =) Te comprendo perfectamente. Yo también odio hablar por teléfono, aunque por trabajo lo tengo que hacer muchísimo y me voy acostumbrando. Es una pena; porque, como dices, la mayoría de los que hacían esas cosas seguirán comportándose igual y machacando gente como adultos. Pero por todo eso no debemos olvidar que nosotras somos mejores que ellos. Me alegra que te haya gustado leer la entrada, a mí también me encantó la tuya aunque no me dio la vida para comentar, soy lo peor. En cuanto al tema de Alex, es muy bonico conmigo, pero tranquila, que si en algún momento hay que cortarlo a tiras te lo paso. jaja. ¡Un abrazo grande y a ver si nos organizamos ya las vacaciones y nos vemos pronto!
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