Tal día como hoy, en 2011, se inauguraba en Ottawa,
Illinois, la estatua de bronce de una mujer de unos veinte años, con un pincel
en una mano y un tulipán en la otra. Con ella, se homenajeaba a un grupo de jóvenes a las que todos debemos
mucho hoy en día, a pesar de que pocos saben quiénes fueron. Por eso, hoy os
traigo la reseña de un libro de Kate Moore, publicado en español por la
editorial Capitan Swing, en el que se recoge la historia de aquellas mujeres
que vieron cómo su vida perfecta se transformaba en una terrible pesadilla, a
pesar de la que lucharon para conseguir un mundo más justo que por desgracia
ellas no pudieron disfrutar, pero sí todos los que llegamos después. Hoy os hablo sobre Las chicas del radio.
La fiebre del radio
Después de que en 1898 el matrimonio compuesto por Marie y
Pierre Curie publicara el descubrimiento del radio, aquel nuevo elemento de
propiedades asombrosas se convirtió en toda una panacea, a la que industrias de
todo tipo quisieron sacar partido.
Desde pastas de dientes hasta maquillaje, pasando por
medicamentos, cremas e incluso chocolate. Todo valía. El matrimonio de químicos
había mostrado que aquella brillante sustancia era capaz incluso de fulminar
las células tumorales. ¡Era todo un milagro!
Las nuevas aplicaciones seguían surgiendo sin cesar,
extendiéndose por todo el mundo y en todas direcciones. Entre ellas, cobró una
gran relevancia la pintura de esferas de reloj, cuyos números brillaban en la
oscuridad. Eran muy codiciados por todo tipo de público, pero especialmente por
soldados, quienes gracias a ello podían ser conscientes de la hora en cualquier
momento, incluso si se encontraban en una habitación oscura o en mitad del
campo de batalla en una noche cerrada.
La mayoría de estos complementos procedían de dos fábricas
ubicadas en Estados Unidos, una en Ottawa (Illinois) y otra en Orange (New
Jersey). Las empresas detrás de las factorías contaban con un gran número de
trabajadores, la mayoría de ellos hombres, pero había una tarea dedicada
exclusivamente a mujeres: pintar los números con radio.
Se consideraba que las operarias femeninas tenían más
destreza para este trabajo. Además, sus manos pequeñas les permitían hacerlo
con mucha más precisión. Por eso, poco a poco fueron contratándose nuevas
empleadas, la mayoría de ellas cortadas con un mismo patrón: mujeres jóvenes,
independientes, con ganas de comerse el mundo y crecer en un trabajo diferente
al de la mayoría de chicas de su edad.
Y aquí empieza el libro.
'Las chicas del radio' ha sido una grata compañía para las tardes de café (o infusión en mi caso) y libro |
Del sueño a la pesadilla
Kate Moore plasmó la historia de las chicas del radio
después de dirigir en Londres una obra de teatro sobre ellas. Por ese motivo el
libro empieza de un modo similar a como lo haría una obra teatral, con una lista de todos los personajes que irán
apareciendo en ella.
En realidad es información de gran utilidad, pues entre sus
páginas se encuentran los nombres de decenas de mujeres, así como médicos,
investigadores y empresarios.
A continuación, comienza la historia, con un inicio muy
feliz. A su llegada a la fábrica, las chicas del radio debían aprender cómo
pintar las esferas. El requisito principal era hacerlo con precisión, por lo
que se les enseñó a mojar el pincel con los labios para afinar la punta, de
modo que se consiguieran trazos mucho más finos.
Algunas mostraron ciertas reticencias, pero los científicos
que trabajaban en la empresa las tranquilizaban, asegurando que el radio no
suponía ningún peligro. Este mensaje calmó inmediatamente sus nervios, hasta el
punto de que no solo dejaron de temer introducir la pintura radiactiva en su
boca, sino que a menudo se la esparcían por la ropa y el pelo, o incluso se
pintaban las uñas con ella, con el fin de conseguir ese brillo especial, que
les permitía deslumbrar en las fiestas a las que acudían después del trabajo.
Su empleo estaba muy bien pagado, por lo que podían permitirse este tipo de
entretenimientos, además de comprar muchos caprichos que hubiesen sido
inalcanzables para ellas si se hubiesen dedicado a otra labor.
Todo era maravilloso, hasta que algunas de ellas comenzaron
a enfermar. La mayoría empezaban con lo que parecía una terrible infección en
la boca, que hacía necesario extraerles prácticamente todos los dientes. A
pesar de todo, las heridas no terminaban de recuperarse y el dolor y esa
sensación de podredumbre seguían esparciéndose por todo el cuerpo. Lo que viene
después, es historia.
En el libro se entrelazan las historias de muchas de
aquellas mujeres, gracias a un gran trabajo de investigación, basado en
declaraciones de ellas y algunos de sus familiares, tanto en medios de
comunicación como en los juicios que se celebraron después. Cada caso es
diferente, pero todos coinciden en lo mismo: una vida maravillosa que se trunca
por culpa de una prematura enfermedad cuando las chicas se encontraban aún en
la flor de la vida.
Se describe a la perfección lo felices que fueron y lo mucho
que sufrieron después, pero sobre todo cómo fue naciendo un movimiento de
protesta sin precedentes. Y es que varias de aquellas mujeres, apoyadas por
algunos de los médicos y científicos que las atendieron, decidieron iniciar una
batalla judicial en la que tenían todas las de perder. Eran mujeres y jóvenes
en un mundo de hombres de negocios, que sabían muy bien cómo cubrirse las
espaldas. Sin embargo, su lucha culminó con varias victorias. Primero, que se
reconociera la necrosis por radio como enfermedad con derecho a indemnización.
Después, que se revisaran las condiciones laborales de todos los trabajadores.
Gracias a ellas las empresas están obligadas a informar a sus trabajadores si
utilizan productos peligrosos y también a aportar información sobre los resultados de las
pruebas médicas que les practican. La figura del operario ganó una gran
protección gracias a aquellas jóvenes. Pero, sobre todo, se dieron a conocer
los peligros de ese nuevo elemento, que para entonces ya había comenzado a
hacer estragos también en la salud de sus dos descubridores.
Las chicas del radio es un canto a la lucha y el
inconformismo y un homenaje a la memoria de aquellas mujeres. Es un libro que
puede resultar interesante a científicos e historiadores, pero también al
público en general, ya que no se utilizan tecnicismos complicados sobre ninguna
de las dos materias. Además, es una obra muy interesante en estos tiempos que
corren, en los que por fin se empieza a dar importancia a las historias de
mujeres olvidadas.
Si hubiese que buscar un ‘pero’, el único inconveniente que
podría tener el libro es que, en algunas partes del principio, la trama puede
hacerse algo pesada, pues lamentablemente fueron muchos los casos de mujeres
afectadas y sus historias, parecidas entre sí, llegan a hacerse largas. Por el
contrario, los capítulos finales cuentan con una lectura mucho más ligera,
al desgranar los detalles sobre la
victoria judicial de las protagonistas.
En definitiva, la estatua de Ottawa fue un gran homenaje a
Katherine, Grace, Ella, Hazel, Irene y todas y cada una de aquellas luchadoras.
Pero este libro lo es aún más, pues pone al alcance de nuestra mano toda una
historia que mejoró la situación de trabajadores de todo el mundo y salvó
millones de vidas. Ya que algo tan importante no sale en nuestros libros de
historia, es un placer tener otra forma de aprenderlo.
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